Todavía recuerdo lo que sucedió aquel invierno de 1510…
Acababa de entrar como novicio en la orden benedictina de un monasterio al norte de Italia. Debíamos estar en torno a los “idus” de marzo. Aquella mañana, después de maitines y antes de incorporarme a mis quehaceres diarios, estaba en el claustro con otros novicios de la orden.
La mañana era fría. Momentos antes me había cruzado con el abad, se llamaba Giuseppe Saltini, el cual venía de haber prestado sus servicios como capellán castrense a las órdenes del “Gran Capitán”. Me había mirado y saludado de forma afable, pero yo ni siquiera le había correspondido. Aunque no le conociera, ya le había etiquetado. Como os decía, estaba reunido con los otros novicios y estaba comentando lo que había ocurrido, dando mi opinión sobre el nuevo abad.
Han pasado ya casi 40 años, pero todavía recuerdo cuando le vi por primera vez. Me pareció altivo, distante y prepotente; su imagen no era la propia de un abad, sus cabellos ondulados no se correspondían con lo que yo creía que debía ser la figura de un abad. Aunque la expresión de su mirada y de su sonrisa habían sido cercanas, en mi opinión, era un mercenario con hábitos.
No había cruzado una palabra con él, pero no me hacía falta. Sabía perfectamente que no me iba a gustar. Durante la hora de los “maitines” no pude comentar con nadie mis opiniones, pero estaba claro que su imagen no me convencía. No necesitaba cruzar palabra con semejante persona, me era más cómodo hacer mi retrato y componer mi conversación, que averiguar lo que había detrás de la imagen. Esperaba con ansia el momento de poder hablar sobre ello con mis compañeros.
En esos comentarios me encontraba con los otros novicios, cuando se acercó a mí el “dean” Saverio Martinelli que además de las funciones de su cargo, era el hermano designado como mentor de los novicios. Debería estar en torno a los 45 años. Caminó hacia mí, despacio pero con paso firme.
¿Cuál es tu nombre?, – me preguntó-, Giuliano Lupus, contesté, mostrando seguridad y firmeza en mis palabras.
Me ofreció dar un paseo por el claustro, quería charlar conmigo para conocernos. Llevaba dos días en el monasterio y todavía no habíamos podido hablar.
Tras unas primeras impresiones sobre qué me había traído hasta aquí y por qué quería ingresar en la orden benedictina, me lanzó la siguiente pregunta:
¿Conoces ya al abad? -No- le contesté,- pero a primera vista no me gusta.
¿A qué te refieres con “no me gusta”?
La verdad es que no lo sé muy bien, pero no me gusta su imagen. No es lo que yo espero que sea la imagen de un abad.
¿Su imagen?, y ¿Cuál es la imagen que debe tener un abad?- preguntó el “dean” Martinelli.
En aquel momento no supe muy bien que responder, solo se me ocurrió contestar de la siguiente manera,
-para mí, el hecho de que haya estado al servicio de las “coronelías españolas” me parece impropio de una persona que ha consagrado su vida al servicio de Dios y sus semejantes-.
Me parece muy bien, esa es tu opinión, pero ¿qué te hace pensar que tu opinión es la acertada y en qué hechos te basas para realizarla? –preguntó el “dean”.
Hombre, por todos es conocido…..
¿Por todos?- interrumpió mi frase.
Bueno, no sé si por todos, pero algunos pensamos que él está aquí por alguna razón que no alcanzamos a comprender y que seguro no compartimos.
Entonces, ¿me quieres decir que, cuando estás opinando con tus compañeros sobre la imagen y la posible actitud del nuevo abad, estás basando tu opinión en hechos objetivos? o ¿ en juicios y creencias particulares tuyas ?
Dicho así, hermano Martinelli, sus palabras me suenan a que mis opiniones no son hechos, sino juicios de valor. En cualquier caso, vaya por delante que pienso que están perfectamente fundamentados.
Y si te dijera que cuando emites juicios como los que haces para etiquetar al nuevo abad, los mismos hablan más de ti y de lo que buscas sobre ti o de lo que no tienes, que sobre la persona enjuiciada. Que la emisión de los mismos, te abren o te cierran puertas para el futuro, para tu aprendizaje e incluso para tu propio desarrollo personal.
Aquello me hizo reflexionar, lo que decía el “dean”, no estaba falto de razón, pero mi ímpetu me llevó al siguiente planteamiento.
Puedo estar de acuerdo con lo que me dice -le contesté-, en cualquier caso, lo ocurrido no es tan grave. Lo que yo buscaba, era iniciar una conversación con mis compañeros para poder entablar relación con ellos.
Me parece bien que lo que busques es adquirir visibilidad y presencia entre tus compañeros, pero de la manera que lo estás haciendo, partiendo de la creencia de que tu opinión es un hecho objetivo, quizá, y repito solo quizá, no sea la más afortunada.
¿Has pensado si hay otra manera para poder hacerte más visible entre tus compañeros, sin necesidad de entrar en la crítica fácil y basada en suposiciones no fundamentadas?- continuó el “dean”.
Aquellas últimas palabras me provocaron cierta incomodidad, no me gustaba el cariz que estaba tomando la conversación, así que le devolví sus planteamientos con otra pregunta. -Hermano Martinelli, ¿en qué se basa para decirme que mis juicios no están fundamentados?
Él me miró, se creó un pequeño silencio y después me comentó.-Giuliano, un juicio se fundamenta si puedes contestar de manera satisfactoria a las siguientes cinco preguntas:
– ¿Para qué emites tu juicio?
– ¿En qué entorno social tiene validez tu juicio?
– ¿Has contrastado tu juicio con hechos ocurridos en el pasado?
– ¿Puedes conseguir mantener tus opiniones sin encontrar las contrarias a las del que tú emites?
– ¿En el futuro, ni se abren ni se cierran posibilidades, para mí y para los demás, con la emisión de estas opiniones?
Sonaron las campanas del monasterio, daban la “hora sexta”, llamaban a la oración del “ángelus”.
El “dean” me dijo: Giuliano, ahora es momento de recogimiento y oración. Te pido que reflexiones sobre lo que hemos hablado, y si admites un consejo, sólo te recomiendo que si buscas hacerte un hueco en esta congregación, es mejor que lo hagas por tus méritos y no en base a los juicios sobre otros miembros de este monasterio.
Se alejaba ya el “dean” cuando se dio la vuelta y añadió, -en cualquier caso, eres libre de actuar como creas, pero no olvides que, rigidez e intolerancia lo único a lo que te llevan es a cerrarte puertas al aprendizaje y a estar permanentemente decepcionado.
Han pasado casi 40 años y todavía me acuerdo de mi primera conversación con el “dean”.
Gracias a él, y a las conversaciones que tuve con él los siguientes meses, aprendí que hay diversas formas de actuar, y que, según elijas, llegas a un destino u otro.