Cuatro amigos conversan en una terraza madrileña una tarde primaveral. Hacía meses que no se veían y les había costado varios mensajes encontrar este hueco. Sentados a la mesa están los cuatro, pero en realidad son ocho contando con sus móviles. Esos aparatos van a ser una parte fundamental de la tarde. A ratos, incluso más que las conversaciones entre los cuatro. Cada silencio que se crea en la mesa les invita a desbloquear el móvil para comprobar qué hay de nuevo en los últimos 95 segundos.
Esta escena, impensable hace 20 años, hoy la vivimos varias veces al día. Estamos conectados con el conocimiento, la familia, los amigos, los conocidos. Pero somos demasiado novatos en la era de la hiperconectividad como para poner cada estímulo en su lugar. Una publicación de Facebook de un conocido puede competir con el relato estrella de mi hija en el colegio.
Nos convertimos en esclavos de un globito rojo con un “1” en la esquina de un icono de la pantalla del móvil, que anuncia que alguien quiere algo de mi.
Escribimos emails mientras “escuchamos” lo que otros dicen. Necesitamos construir nuestro posicionamiento en redes, estar al tanto de las noticias, conocer el restaurante del momento, tener visión de bosque e identificar las variaciones en la corteza de cada árbol. La vida nos pide rapidez, velocidad y alcance. El entorno parece exigirnos multiplicarnos para “estar a la altura”.
La tecnología lo sirve en bandeja, las organizaciones lo premian, el sistema lo fomenta para perpetuar el consumo rápido. Estamos conectados con todo y con todos. La pregunta de partida es: ¿dónde queda mi conexión conmigo? ¿Qué obtengo y qué entrego por ello? ¿Es sostenible mi enfoque hacia la productividad?
Este jueves abrimos el debate en Grupo Persona sobre el “unitasking” y la voluntad consciente.